Ante la pregunta ¿por qué hay que morir? primero tendríamos que preguntarnos ¿para qué vivimos? Si todo es aprendizaje ¿un aprendizaje de qué y hacia qué? ¿Por qué al concebir nuestros padres fuimos nosotros los que llegamos y no otros? ¿Elegimos o fuimos elegidos? ¿Somos el producto del azar o de un destino predeterminado? ¿Cuál es el propósito de la vida más allá de la supervivencia de la especie? Buscando respuestas, tendríamos que hacer una inmersión dentro de cada uno.

Por lo mismo que somos creados, tenemos la capacidad de crear. Si uno no tuviese la oportunidad de llegar a conocer la esencia divina que hay dentro de cada cual, no podríamos llegar a conocer a Dios.  Hemos venido  a conocer y a ser conocidos. Si uno no muriese, si no tuviéramos un plazo, no valoraríamos la oportunidad que nos concede la vida  para llegar a darle su justo valor a las cosas.  Y es que todo tiene un tiempo y un margen para ser realizado. Cada plazo, como cada vida, es una oportunidad de realizarlo de tal o cual manera; experimentando y perfeccionamiento.  Es un juego cósmico de alternativas, en dónde vamos ensayando diversas formas. Una aventura de crecimiento.

La respuesta por tanto no es otra que vivimos y morimos para aprender, para crecer en conciencia y para llegar a saber valorar lo que realmente tiene valor.

¿Pero somos acaso el juguete de alguien ?…De ninguna manera, nadie está jugando con nosotros.  Somos el producto de un acto de amor, no sólo de nuestros padres , sino de la vida misma. Nadie quiere nuestro sufrimiento, ni hemos nacido para sufrir, sino para aprender y madurar para dar fruto. Es cada uno el que debe disponer su propio juego, jugarlo y disfrutarlo ganándolo.

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