Las parejas que comparten una
relación profunda de ser a ser, que mantienen un buen nivel de comunicación,
que tienen intereses y valores comunes y que disfrutan naturalmente de la
compañía del otro, logran establecer un equilibrio ideal entre el cielo y la
tierra, por así decirlo. (La sexualidad, por su parte, puede operar en
cualquiera de estos niveles: como una forma de unión simbiótica, como compañía
corporal, como un ejercicio compartido, como una forma de comunicación o como
una comunión profunda.)
El amor consciente sólo aparece
cuando ambas personas logran establecer una comunión esencial que trasciende a
la personalidad. En esos momentos de comunión, estamos simultáneamente en
contacto con nuestra propia esencia y con la esencia de nuestra pareja y, sin
embargo, seguimos siendo individualidades separadas. Por más próximos que nos
hallemos nunca podremos llegar a compartir plenamente nuestros mundos ni a
saber del todo cómo son las cosas para la otra persona.
Así pues, aunque podamos
compartir ciertos momentos fugaces de unidad en los que nuestra esencia
permanece en contacto, la unión completa siempre estará fuera de nuestro
alcance. Ahora bien, no existe modo alguno de retener a otra persona ni de
poder utilizar la relación como una forma de escapar de la soledad. Nuestra
pareja es sólo un préstamo temporal que nos concede el universo, un préstamo
que ignoramos cuándo se nos reclamará. En el fondo de la devoción a otra
persona anida la dulce y melancólica plenitud de un corazón que sólo anhela
desbordarse.
La soledad es, a fin de cuentas,
lo que nos impulsa a salir de nosotros mismos. Por consiguiente, no es
necesario que nos aislemos porque la soledad, como simple presencia, es lo que
compartimos con todas las criaturas de la tierra, es el trasfondo del que
brotan todos los tesoros: un anhelo desbordante que nos hace salir de nosotros
mismos, escribir un poema, componer una canción o crear algo hermoso.
Cuando valoramos nuestra soledad
podemos ser nosotros mismos y entregarnos más plenamente. Entonces ya no
necesitaremos que los demás nos protejan o nos hagan sentir bien sino que, en
lugar de eso, estaremos en condiciones de ayudarles para que sean ellos mismos.
El amor consciente sólo puede brotar como el fruto maduro de un corazón herido.
Todas las tradiciones
espirituales coinciden en afirmar que la persecución exclusiva de nuestra
propia felicidad no conduce a la verdadera satisfacción porque los deseos
personales se multiplican de continuo generando nuevas frustraciones.
La verdadera felicidad -la que
nadie puede arrebatarnos- emana de la apertura de nuestro corazón, de su
proyección hacia el mundo que nos rodea y se complace con el bienestar de
nuestros semejantes.
Si queremos preocuparnos por el
desarrollo y la evolución de las personas a las que amamos es necesario poner
en funcionamiento las capacidades más profundas de nuestro ser y evolucionar
nosotros mismos.
La evolución exige la puesta en
marcha de todas nuestras cualidades. Así pues, todas las dificultades propias
de la relaciones constituyen, en realidad, una oportunidad excepcional:
descubrir el camino sagrado del amor cuya llamada nos alimenta a cultivar la
plenitud y la profundidad de nuestro ser.