Yo podía ser una muchacha de provincias, sin grandes historias que contar, sin el brillo y la presencia de las mujeres de la ciudad. Pero la vida de provincias, aunque no haga a la mujer más elegante o mejor preparada, le enseña a escuchar el corazón, a entender sus instintos.

Nadie logra mentir, nadie logra ocultar nada cuando mira directo a los ojos.
Y toda mujer, con un mínimo de sensibilidad, consigue leer los ojos de un hombre enamorado. Por absurda que parezca, por fuera de lugar y de tiempo que se manifieste esa pasión.

Es una frase muy sencilla —dijo—. Te quiero.

A veces nos invade una sensación de tristeza que no logramos controlar, decía él. Percibirnos que el instante mágico de aquel día pasó, y que nada hicimos. Entonces la vida esconde su magia y su arte.
Tenemos que escuchar al niño que fuimos un día, y que todavía existe dentro de nosotros. Ese niño entiende de momentos mágicos. Podemos reprimir su llanto, pero no podemos acallar su voz.
Ese niño que fuimos un día continúa presente. Bienaventurados los pequeños, porque de ellos es el Reino de los Cielos.
Si no nacemos de nuevo, si no volvemos a mirar la vida con la inocencia y el entusiasmo de la infancia, no tiene sentido seguir viviendo.
Existen muchas maneras de suicidarse. Los que tratan de matar el cuerpo ofenden la ley de Dios. Los que tratan de matar el alma también ofenden la ley de Dios aunque su crimen sea menos visible a los ojos del hombre.
Prestemos atención a lo que nos dice el niño que tenemos guardado en el pecho. No nos avergoncemos por causa de él. No dejemos que sufra miedo, porque está solo y casi nunca se le escucha.
Permitamos que tome un poco las riendas de nuestra existencia. Ese niño sabe que un día es diferente de otro.
Hagamos que se vuelva a sentir amado. Hagamos que se sienta bien, aunque eso signifique obrar de una manera a la que no estamos acostumbrados, aunque parezca estupidez a los ojos de los demás.
Recuerden que la sabiduría de los hombres es locura ante Dios. Si escuchamos al niño que tenemos en el alma, nuestros ojos volverán a brillar. Si no perdemos el contacto con ese niño, no perderemos el contacto con la vida.

Allí estaba yo, en una ciudad que nunca había pisado aunque estaba a menos de tres horas de mi ciudad natal. Sentada ante aquella mesa donde sólo conocía a una persona... y todos hablaban conmigo como si me conociesen desde hacía mucho tiempo. Sorprendida conmigo misma porque era capaz de conversar, beber y divertirme con ellos.
Yo estaba allí porque, de repente, la vida me había dado la Vida. No sentía culpa, ni miedo ni vergüenza. A medida que pasaba el tiempo a su lado, y lo oía hablar, me iba convenciendo de que tenía razón: existen momentos en los que todavía es necesario correr riesgos, dar pasos insensatos.
«Me paso días y días delante de esos libros y cuadernos, haciendo un esfuerzo sobrehumano para comprar mi propia esclavitud —pensé—. ¿Por qué quiero ese empleo? ¿Qué me va a aportar como ser humano o como mujer?»
Nada. Yo no había nacido para pasar el resto de mi vida sentada ante un escritorio, ayudando a los jueces a resolver sus procesos.

Porque, en la vida real, el amor necesita ser posible. Incluso aunque no haya una retribución inmediata, el amor sólo consigue sobrevivir cuando existe la esperanza —por lejana que sea— de que conquistaremos a la persona amada. El resto es fantasía.
El que es sabio, sólo es sabio porque ama. El que es loco, sólo es loco porque piensa que puede entender el amor
Quien ama necesita saber perderse y encontrarse. Él logra equilibrar bien las dos partes. Son los locos que inventaron el amor
Quien puede dominar su corazón, puede conquistar el mundo.

El amor está lleno de trampas. Cuando quiere manifestarse, muestra apenas su luz, y no nos permite ver las sombras que esa luz provoca.

Los pies de los trabajadores, los pies de los peregrinos, los pies de los aventureros moldearon estas piedras—dijo él—. Las piedras cambiaron, y también los viajeros.

Ciertas personas viven peleadas con alguien, peleadas con ellas mismas, peleadas con la vida. Así, empiezan a montar una especie de pieza teatral en su cabeza, y escriben el guión según sus frustraciones.
— Yo conozco a mucha gente así. Sé de lo que estás hablando.
— Y lo peor es que no pueden representar esa pieza de teatro solas —prosigue—. Entonces comienzan a convocar a otros actores.

Hay otras personas que nos «convocan» cuando comienzan a comportarse como víctimas, quejándose de las injusticias de la vida, pidiendo que los demás estén de acuerdo, den consejos, participen.
Me miró a los ojos.
— Cuidado —dijo—. Cuando se entra en ese juego, siempre se sale perdiendo.

¿Por qué hacemos esto con nuestras vidas? ¿Por qué vemos la paja en el ojo ajeno y no vemos las montañas, los campos y los olivares?

Te admiro —dice—. Y admiro la lucha que estás librando contra tu co-razón.
Hay cosas en la vida por las que vale la pena luchar hasta el fin.

Balada para un loco

Las tardecitas de Buenos Aires tiene ese qué sé yo, ¿viste? 
Salgo de casa por Arenales, lo de siempre en la calle y en mí, 
cuando de repente, detrás de ese árbol, se aparece él, 
mezcla rara de penúltimo linyera y de primer polizonte 
en el viaje a Venus. Medio melón en la cabeza, 
las rayas de la camisa pintadas en la piel, 
dos medias suelas clavadas en los pies, 
y una banderita de taxi libre en cada mano... Ja...ja...ja...ja... 
Parece que sólo yo lo veo, porque él pasa entre la gente 
y los maniquíes me guiñan, los semáforos me dan tres luces celestes 
y las naranjas del frutero de la esquina me tiran azahares, 
y así, medio bailando, medio volando, 
se saca el melón, me saluda, me regala una banderita 
y me dice adiós. 

Ya sé que estoy piantao, piantao, piantao, 
no ves que va la luna rodando por Callao 
y un coro de astronautas y niños con un vals 
me baila alrededor... 
Ya sé que estoy piantao, piantao, piantao, 
yo miro a Buenos Aires del nido de un gorrión; 
y a vos te vi tan triste; vení, volá, sentí, 
el loco berretín que tengo para vos. 
Loco, loco, loco, cuando anochezca en tu porteña soledad, 
por la ribera de tu sábana vendré, con un poema 
y un trombón, a desvelar tu corazón. 
Loco, loco, loco, como un acróbata demente saltaré, 
sobre el abismo de tu escote hasta sentir 
que enloquecí tu corazón de libertad, ya vas a ver. 

Y así el loco me convida a andar 
en su ilusión súper-sport, 
y vamos a correr por las cornisas 
con una golondrina por motor. 
De Vieytes nos aplauden: Viva, viva... 
los locos que inventaron el amor; 
y un ángel y un soldado y una niña 
nos dan un valsecito bailador. 
Nos sale a saludar la gente linda 
y el loco, pero tuyo, qué sé yo, loco mío, 
provoca campanarios con su risa 
y al fin, me mira y canta a media voz: 

Quereme así, piantao, piantao, piantao... 
trepate a esta ternura de loco que hay en mí, 
ponete esta peluca de alondra y volá, volá conmigo ya: 
vení, quereme así piantao, piantao, piantao, 
abrite los amores que vamos a intentar 
la trágica locura total de revivir, 
vení, volá, vení, tra...lala...lara.


La fe y el amor no se discuten


Un sujeto encuentra a un viejo amigo, que vive tratando de acertar en la vida, sin resultado. «Voy a tener que darle un poco de dinero», piensa. Sucede que, esa noche, descubre que su amigo es rico, y que ha venido a pagar todas las deudas que ha contraída en el correr de los años.
Van hasta un bar que solían frecuentar juntos, y él paga la bebida de todos. Cuando le preguntan la razón de tanto éxito, él responde que hasta unos días antes había estado viviendo el Otro.
— ¿Qué es el Otro? —preguntan.
— El Otro es aquel que me enseñaron a ser, pero que no soy yo. El Otro cree que la obligación del hombre es pasar la vida entera pensando en cómo reunir dinero para no morir de hambre al llegar a viejo. Tanto piensa, y tanto planifica, que sólo descubre que está vivo cuando sus días en la tierra están a punto de terminar. Pero entonces ya es demasiado tarde.
— Y tú ¿quién eres?
— Yo soy lo que es cualquiera de nosotros, si escucha su corazón. Una persona que se deslumbra ante el misterio de la vida, que está abierta a los milagros, que siente alegría y entusiasmo par lo que hace. Sólo que el Otro, temiendo desilusionarse, no me dejaba actuar.
— Pero existe el sufrimiento—dicen las personas del bar.
— Existen derrotas. Pero nadie está a salvo de ellas. Por eso, es mejor perder algunos combates en la lucha por nuestros sueños que ser derrotado sin siquiera saber por qué se está luchando.
— ¿Sólo esa? —preguntan las personas del bar.
—Sí. Cuando descubrí eso, decidí ser lo que realmente siempre deseé. El Otro se quedó allí, en mi habitación, mirándome, pero no lo dejé entrar nunca más, aunque algunas veces intentó asustarme, alertándome de los riesgos de no pensar en el futuro.
»Desde el momento en que expulsé al Otro de mi vida, la energía divina obró sus milagros.
El universo siempre nos ayuda a luchar por nuestros sueños, por locos que parezcan. Porque son nuestros sueños, y sólo nosotros sabemos cuánto nos cuesta soñarlos.



Ninguno de los dos había dicho nada. No es necesario hablar del amor, porque el amor tiene su propia voz, y habla por sí mismo. Aquella noche, en la orilla de la fuente, el silencio permitió que nuestros corazones se acercasen y se conociesen mejor.


El amor es siempre nuevo. No importa que amemos una, dos, diez veces en la vida: siempre estamos ante una situación que no conocemos. El amor puede llevarnos al infierno o al paraíso, pero siempre nos lleva a algún sitio. Es necesario aceptarlo, pues es el alimento de nuestra existencia. Si nos negamos, moriremos de hambre viendo las ramas del árbol de la vida cargadas, sin
coraje para estirar la mano y coger los frutos. Es necesario buscar el amor donde esté, aunque eso signifique horas, días, semanas de decepción y tristeza.
Porque en el momento en que salimos en busca del amor, el amor también sale a nuestro encuentro.

Y nos salva.

«Hombre y mujer los creó Dios» —dijo, repitiendo una frase del Génesis—. Porque eso era a su imagen y semejanza: hombre y mujer.

La verdad siempre está donde existe la fe.

— El superior me decía que si yo creyese que sabía, terminaría sabiendo—continuó—. Empecé a conversar cuando estaba solo en mi celda. Recé para que el Espíritu Santo se manifestase y me enseñase todo lo que necesitaba saber. Poco a poco fui descubriendo que, a medida que hablaba solo, una voz más sabia decía las cosas por mí.
— A mí me pasa lo mismo——dije, interrumpiéndolo.
Él esperó a que continuase. Pero yo no conseguía decir nada más.
— Te escucho —dijo.
Algo me había trabado la lengua. Él decía cosas bellas, y yo no podía expresarme con las mismas palabras.
— La Otra está tratando de volver—dijo, como si hubiese adivinado mi pensamiento—. La Otra tiene miedo de decir tonterías.

— Sí —respondí, haciendo todo lo posible por vencer el miedo—. Mu-chas veces, cuando converso con alguien y me entusiasmo con algún tema, termino diciendo cosas que nunca había pensado. Es como si canalizara una inteligencia que no es mía, y que entiende de la vida mucho más que yo.

Nosotros somos nuestra gran sorpresa —dijo él—. La fe del tamaño de un grano de mostaza nos haría mover esas montañas. Es eso lo que apren-dí. Y hoy me sorprendo cuando escucho con respeto mis propias palabras.
»Los apóstoles eran pescadores, analfabetos, ignorantes. Pero aceptaron la llama que bajaba del cielo. No tuvieron vergüenza de la propia ignorancia; tuvieron fe en el Espíritu Santo.

»Ese don es de quien quiere aceptarlo. Basta con creer, aceptar, y no tener miedo de cometer algunos errores.

— Es eso—respondió él—. Aceptar el don. Entonces el don se manifiesta.

Hágase tu voluntad, Señor. Porque Tú conoces la flaqueza de corazón de Tus hijos, y sólo das a cada uno un peso que pueda cargar. Que Tú entiendas mi amor, porque es la única cosa que tengo realmente mía, la única cosa que podré llevar a la otra vida. Haz que se conserve valiente y puro, capaz de seguir vivo, a pesar de los abismos y de las trampas del mundo.

«Hay muchas maneras de servir al Señor. Si crees que ése es tu destino, ve a su encuentro. Sólo quien es feliz puede repartir felicidad.»
»— No sé si ése es mi destino —respondí a mi superior—. Encontré la paz en mi corazón cuando decidí entrar en este monasterio.

»— Entonces ve allí, y sácate todas las dudas —dijo él—. Quédate en el mundo, o regresa al seminario. Pero tienes que estar entero en el lugar que escojas. Un reino dividido no resiste las embestidas del adversario. Un ser humano dividido no consigue afrontar la vida con dignidad.

— Que la Inmaculada Concepción me enseñe a amar como ella —dije—. Que ese amor me haga crecer a mí y al hombre a quien fue dedicado. Recemos un avemaría.
Rezamos juntos, y tuve de nuevo una sensación de libertad. Durante años había luchado contra mi corazón porque tenía miedo a la tristeza, al sufrimiento, al abandono. Siempre había sabido que el verdadero amor estaba por encima de todo eso, y que era mejor morir que dejar de amar.

Pero veía que sólo los demás tenían coraje. Y ahora, en este momento, descubría que yo también era capaz. Aunque significase partida, soledad, tristeza, el amor valía cada céntimo de su precio.

Pero en ese momento de nada servían las palabras. El amor se descubre mediante la práctica de amar.

No deberías preguntar —respondí ——. El amor no hace muchas preguntas, porque si empezamos a pensar empezamos a tener miedo. Es un miedo inexplicable, y no vale la pena intentar traducirlo en palabras.

»Puede ser el miedo al desprecio, a no ser aceptada, a quebrar el encanto. Parece ridículo, pero es así. Por eso no se pregunta: se actúa. Como tú mismo has dicho tantas veces, se corren los riesgos.

Ya tienes mi corazón —respondí, fingiendo no haber oído sus palabras—. Mañana puedes partir, y recordaremos siempre el milagro de estos días; el amor romántico, la posibilidad, el sueño.

»Pero creo que Dios, en Su infinita sabiduría, escondió el Infierno dentro del Paraíso. Para que estuviésemos siempre atentos. Para no dejarnos olvidar la columna del Rigor mientras vivimos la alegría de la Misericordia,
Pero si uno acepta que sabe, termina sabiendo de verdad.

— No pienses que soy difícil —dije—. Ya he tenido muchos hombres. Ya he hecho el amor con personas a las que en realidad no conocía.

«¿Ves? Fue aceptar tú y él desapareció. Como todos los hombres.»

«Se fue —prosiguió la Otra—. Tienes que salir de este fin del mundo. Tu vida en Zaragoza aún está intacta; vuelve corriendo. Antes de perder lo que conseguiste con tanto esfuerzo.»
«Él debe de tener sus motivos», pensé.
«Los hombres siempre tienen motivos —respondió la Otra—. Pero el hecho es que terminan dejando a las mujeres.»
Entonces tengo que saber cómo vuelvo a España. El cerebro necesita estar ocupado todo el tiempo.
«Vayamos al lado práctico: dinero», decía la Otra.
No me quedaba un céntimo. Tenía que bajar, llamar a mis padres a cobro revertido, y esperar a que me enviasen dinero para un billete de regreso.
Pero es día festivo, y el dinero no llegará hasta mañana. ¿Qué hago para comer? ¿Cómo explicar a los dueños de la casa que deberán esperar dos días para recibir el pago?

«Mejor no decir nada», respondió la Otra. Sí, ella tenía experiencia, sabía lidiar con situaciones como ésta. No era una muchacha apasionada que pierde el control, sino una mujer que siempre había sabido lo que quería en la vida. Yo debía seguir allí, como si nada hubiese pasado, como si él fuese a regresar. Y cuando llegase el dinero, pagaría las deudas y me marcharía.

«Muy bien —dijo la Otra—. Estás volviendo a ser la que eras. No te pon-gas triste, porque un día encontrarás a un hombre. Alguien a quien puedas amar sin riesgos.»
Fui a buscar las ropas que había puesto en el radiador. Estaban secas. Necesitaba saber en cuál de aquellos pueblos había un banco, llamar por teléfono, tomar medidas. Mientras pensase en eso, no tendría tiempo para llorar ni para sentir añoranza.

Fue entonces cuando vi el papel:
«He ido al seminario. Arregla tus cosas (¡ja!, ¡ja! ¡ja!), pues viajamos esta noche a España. Volveré al atardecer.»
Y se despedía con estas palabras: «Te amo.»
Apreté el papel contra el pecho, y me sentí miserable y aliviada al mismo tiempo. Noté que la Otra se encogía, sorprendida del descubrimiento.
Yo también lo amaba. A cada minuto, a cada segundo, ese amor crecía y me transformaba. Volvía a tener fe en el futuro y volvía —poco a poco— a tener fe en Dios.
Todo por causa del amor.
«No quiero volver a conversar con mis propias tinieblas —me prometí, cerrándole definitivamente la puerta a la Otra—. Una caída de la tercera planta hiere tanto como una caída de la centésima planta. »
Si tenía que caer, que fuera de lugares bien altos.


Siempre miro esa fuente que está ahí fuera. Y me quedo pensando: antes nadie sabía dónde estaba el agua, hasta que Savin decidió cavar, y la descubrió. Si no hubiese hecho eso, la ciudad estaría allá abajo, cerca del río.
— ¿Y eso qué tiene que ver con el amor? —pregunté.
— Esa fuente trajo a las personas, con sus esperanzas, sus sueños y sus conflictos. Alguien tuvo la osadía de buscar el agua, y el agua se reveló, y todos se reunieron a su alrededor. Pienso que, cuando buscamos el amor con coraje, el amor se revela, y terminamos atrayendo más amor. Si una persona nos quiere, todos nos quieren.

»Del mismo modo, si estamos solos, nos quedamos más solos todavía. Es extraña la vida.


Esperar. Ésa fue la primera lección que aprendí sobre el amor. El día se arrastra, haces miles de planes, imaginas todas las conversaciones posibles, prometes cambiar tu comportamiento… y te vas poniendo ansiosa y ansiosa, hasta que llega tu amado.

Entonces ya no sabes qué decir. Esas horas de espera se han transfor-mado en tensión, la tensión en miedo, y el miedo hace que nos dé vergüenza mostrar nuestro afecto.

— Estoy exhausta —dije, rompiendo el silencio—. Hace menos de una semana sabía quién era y qué quería de la vida. Ahora parece que haya entra-do en una tempestad que me arrastra de un lado para otro sin que yo pueda hacer nada.

— Resista —dijo el padre—. Es importante.

A medida que Dios nos hace participar de su misterio, nos sentimos más desorientados. Porque Él constantemente nos pide que sigamos nuestros sueños y nuestro corazón. Hacer eso es difícil, porque estamos acostumbrados a vivir de una manera diferente.
»Y descubrimos, con sorpresa, que Dios nos quiere ver felices, porque Él es padre.

— Y madre

Para tener una vida espiritual uno no necesita entrar en un seminario, ni tiene que hacer ayuno, abstinencia y castidad.
»Basta con tener fe y aceptar a Dios. A partir de ahí, cada uno se trans-forma en Su camino, pasamos a ser el vehículo de Sus milagros.
— Él ya me habló de usted —interrumpí—. Y me enseñó estas mismas cosas.

— Espero que usted acepte sus dones —respondió el padre—. Porque no siempre ocurre, como nos enseña la historia. A Osiris lo descuartizan en Egipto. Los dioses griegos se enemistan por culpa de mujeres y hombres de la Tierra. Los aztecas expulsan a Quetzalcóatl. Los dioses vikingos asisten al in-cendio del Valhalla por causa de una mujer. Jesús es crucificado.

Porque Dios viene a la Tierra a mostrarnos nuestro poder. Formamos parte de Su sueño, y Él quiere un sueño feliz. Por lo tanto, si admitimos que Dios nos creó para la felicidad, tendremos que asumir que todo aquello que nos lleva a la tristeza y a la derrota es culpa nuestra.
»Por eso siempre matamos a Dios. Sea en la cruz, en el fuego, en el exi-lio, sea en nuestro corazón.
— Pero aquellos que Lo entienden…

— Ésos transforman el mundo. A costa de mucho sacrificio.

»Nunca podemos juzgar la vida de los demás, porque cada uno sabe de su propio dolor y de su propia renuncia. Una cosa es suponer que uno está en el camino cierto; otra es suponer que ese camino es el único.

»Jesús dijo: la casa de mi padre tiene muchas moradas. El don es una gracia. Pero también es una gracia llevar una vida de dignidad, de amor al pró-jimo y de trabajo.
María tuvo un esposo en la Tierra que trató de demostrar el valor del trabajo anónimo. Aunque sin aparecer mucho, fue él quien proveyó techo y alimento para que su mujer y su hijo pudiesen hacer todo lo que hicie-ron. Su trabajo tiene tanta importancia como el trabajo de ellos, aunque casi no se dé valor a eso.



Escribí durante un día, y otro, y otro más. Todas las mañanas iba a la orilla del río Piedra. Siempre, al atardecer, la mujer se acercaba, me cogía del brazo y me llevaba a su habitación del antiguo convento.
Lavaba mis ropas, preparaba la cena, charlaba de cosas sin importancia y me metía en la cama.
Cierta mañana, cuando ya estaba llegando al final del manuscrito, oí el ruido de un coche. El corazón me saltó en el pecho, pero no quería creer lo que me decía. Ya me sentía libre de todo, y estaba preparada para volver al mundo y formar parte de él.
Lo más difícil ya había pasado, aunque quedase la nostalgia.
Pero mi corazón no se equivocaba. Sin levantar los ojos del manuscrito, sentí su presencia y el sonido de sus pasos.
— Pilar —dijo, sentándose a mi lado.
Yo no respondí. Seguí escribiendo, pero ya no podía coordinar los pen-samientos. Mi corazón daba brincos, tratando de liberarse de mi pecho y correr al encuentro de él. Pero yo no le dejaba.
Él se quedó allí sentado, mirando el río, mientras yo escribía sin parar. Pasamos así toda la mañana —sin decir una palabra, y me acordé del silencio de una noche, junto a una fuente, donde de repente entendí que lo amaba.
Cuando mi mano no aguantó más del cansancio, me detuve un poco. Entonces él habló.
— Estaba oscuro cuando salí de la caverna, y no logré encontrarte. En-tonces fui hasta Zaragoza —dijo—. Y fui hasta Soria. Y recorrería el mundo entero siguiéndote. Decidí volver al monasterio de Piedra para ver si encontra-ba alguna pista, y encontré a una mujer.
»Ella me indicó dónde estabas. Y me dijo que me habías esperado todos estos días.
Los ojos se me llenaron de lágrimas.
— Me quedaré sentado a tu lado mientras estés aquí junto al río. Y si te vas a dormir, dormiré delante de tu casa. Y si viajas lejos, te seguiré los pasos.
»Hasta que me digas: vete. Entonces me iré. Pero te amaré por el resto de mi vida.
Yo ya no podía ocultar el llanto. Vi que él también lloraba.
— Quiero que sepas una cosa… —dijo.
— No digas nada. Lee —respondí, dándole los papeles que tenía en el regazo.
Durante toda la tarde estuve mirando las aguas del río Piedra. La mujer nos trajo bocadillos y vino, dijo algo sobre el tiempo y volvió a dejarnos solos. Más de una vez él interrumpió la lectura, y se quedó con la mirada perdida en el horizonte, absorto en sus pensamientos.
En cierto momento, resolví ir a dar una vuelta por el bosque, por las pe-queñas cascadas, por las laderas llenas de historias y significados. Cuando empezaba a ponerse el sol, regresé al sitio donde le había dejado.
— Gracias —fue su primera palabra cuando me devolvió los papeles—. Y perdón.
A orillas del río Piedra me senté y sonreí.
— Tu amor me salva, y me devuelve los sueños — continuó.
Me quedé callada, sin moverme.
— ¿Conoces bien el salmo 137? —preguntó.
Dije que no con la cabeza. Tenía miedo de hablar.
— A orillas de los ríos de Babilonia…
— Sí, sí, lo conozco —dije, sintiendo que volvía poco a poco a la vida—. Habla del exilio. Habla de las personas que cuelgan sus cítaras porque no pue-den cantar la música que les pide el corazón.
— Pero después de llorar de nostalgia por la tierra de sus sueños, el salmista se promete a sí mismo:
¡Jerusalén, si yo de ti me olvido,
que se seque mi diestra!
¡Mi lengua se me pegue al paladar
si de ti no me acuerdo…!
Sonreí una vez más.
— Me estaba olvidando. Y tú me haces recordar.
— ¿Crees que recuperarás tu don? —pregunté.
— No lo sé. Pero Dios siempre me dio una segunda oportunidad en la vida. Me la está dando contigo. Y me ayudará a encontrar mi camino.
— El nuestro lo interrumpí de nuevo.
— Sí, el nuestro.
Me cogió de las manos y me levantó.

— Vete a buscar tus cosas —dijo—. Los sueños dan trabajo.