Algunas personas dicen: «No soy capaz de despertar el amor de los demás.» Pero en el amor no correspondido siempre existe la esperanza de que algún día será aceptado.
Otros escriben en sus diarios: «Nadie reconoce mi ingenio, nadie aprecia mi talento, nadie respeta mis sueños.» Pero también para ellos existe la esperanza de que las cosas cambien después de muchas luchas.
Otros se pasan el día llamando a puertas y explicando: «Estoy desempleado.» Saben que, si son pacientes, algún día una de las puertas se abrirá.
Pero los hay que se despiertan todas las mañanas con el corazón oprimido. No buscan amor, ni reconocimiento, ni trabajo.
Se dicen a sí mismos: «Soy inútil. Vivo porque necesito sobrevivir, pero a nadie, absolutamente a nadie, le interesa demasiado lo que hago.»
El sol brilla allá fuera, la familia está a su alrededor, procuran mantener la máscara de alegría porque a los ojos de los demás tienen todo lo que han soñado. Pero están convencidos de que todo el mundo puede prescindir de ellos. O porque son demasiado jóvenes y piensan que los más viejos tienen otras preocupaciones, o porque son demasiado viejos y creen que a los más jóvenes no les importa lo que tienen que decir.
El poeta escribe algunas líneas y las tira a la basura pensando: «Esto no le interesa a nadie.»
El empleado llega al trabajo, y todo lo que hace es repetir la tarea del día anterior. Cree que, si un día lo despiden, nadie notará su ausencia.
La chica cose su vestido poniendo un enorme empeño en cada detalle y, cuando llega a la fiesta, entiende lo que dicen las miradas: no está más guapa ni más fea. Su vestido es uno más entre los millones que hay en todos los lugares del mundo donde en ese preciso momento se están celebrando fiestas semejantes.
Algunas de éstas tienen lugar en grandes castillos; otras, en pequeñas aldeas donde todos se conocen y tienen algo que comentar sobre el vestido de los demás.
Menos sobre el suyo, que ha pasado desapercibido. No era bonito ni tampoco era feo, era simplemente un vestido más.
Inútil.
Los más jóvenes se dan cuenta de que el mundo está lleno de problemas enormes y sueñan con resolverlos, pero nadie se interesa por su opinión. «Vosotros aún no conocéis la realidad del mundo —les dicen—. Escuchad a los más viejos y sabréis mejor qué hacer.»
Los más viejos tienen experiencia y madurez, aprendieron a la fuerza de las adversidades de la vida. Pero, cuando llega la hora de enseñar, nadie está interesado. «El mundo ha cambiado —replican—. Hay que acompañar el progreso y escuchar a los más jóvenes.»
Sin respetar edades y sin pedir permiso, el sentimiento de inutilidad corroe el alma de las personas repitiendo siempre: «Nadie se interesa por ti, no eres nada, el planeta no necesita tu presencia.»
En la desesperada intención de darle sentido a su vida, muchos comienzan a buscar la religión, porque la lucha en nombre de la fe siempre parece justificar algo grande, algo que puede transformar el mundo. «Trabajamos para Dios», se dicen a sí mismos.
Y se convierten en devotos. Después se convierten en evangelistas. Y finalmente se convierten en fanáticos.
No entienden que la religión pretende compartir los misterios y la adoración, nunca oprimir a los demás y obligarlos a que se conviertan. La mayor manifestación del milagro de Dios es la vida.
Esta noche lloraré por ti, ¡oh Jerusalén!, porque la comprensión de la Unidad Divina va a desaparecer durante los próximos mil años.
Preguntad a una flor del campo: «¿Te sientes inútil porque todo lo que haces es engendrar otras flores iguales?»
Y ella contestará: «Soy bella, y la belleza en sí es mi razón de vivir.»
Preguntad a un río: «¿Te sientes inútil porque todo lo que haces es correr siempre en la misma dirección?»
Y él os contestará: «No intento ser útil; intento ser un río.»
Ante los ojos de Dios, nada en este mundo está de más. Ni una hoja que cae del árbol, ni un pelo que cae de la cabeza, ni un insecto que muere por estar molestando. Todo tiene una razón de ser.
Incluso tú, que acabas de hacerte esta pregunta. «Soy inútil» es una respuesta que te estás dando a ti mismo.
Pronto esta respuesta te envenenará y morirás en vida, aunque sigas andando, comiendo, durmiendo e intentando divertirte cuando sea posible.
No intentes ser útil. Intenta ser tú: eso basta, y en eso reside tu razón de ser.
No andes ni más rápido ni más despacio que tu alma. Porque es ella la que te enseñará, con cada paso, para qué eres útil. A veces lo serás para participar en un gran combate que ayudará a cambiar el rumbo de la historia. Pero a veces lo serás, sencillamente, para sonreírle sin motivo a una persona con la que te has cruzado por casualidad en la calle.
Sin tener la menor intención, puedes haberle salvado la vida a un desconocido que también se creía inútil y que quizá estaba a punto de matarse, hasta que una sonrisa le dio esperanza y confianza.
Aunque observes tu vida con toda atención y repases cada uno de los momentos en los que sufriste, sudaste y sonreíste bajo el sol, jamás podrás saber exactamente cuándo fuiste útil para los demás.
Una vida nunca es inútil. Cada alma venida a la Tierra tiene una razón para estar aquí.
Las personas que realmente hacen bien a los demás no intentan ser útiles, sino llevar una vida interesante. Casi nunca dan consejos, sino que sirven de ejemplo.
Busca sólo esto: vivir lo que siempre has deseado vivir. Evita criticar a los demás y concéntrate en lo que siempre has soñado. Tal vez no te parezca muy importante. Pero Dios, que todo lo ve, sabe que el ejemplo que das lo está ayudando a mejorar el mundo. Y, cada día que pase, te cubrirá de más bendiciones.
Y, cuando la Dama de la Guadaña llegue, la oirás decir: «Es justo preguntar: “Padre, Padre, ¿por qué me has abandonado?”
»Pero ahora, en este último segundo de tu vida en la Tierra, te voy a decir lo que he visto: la casa limpia, la mesa puesta, el campo arado, las flores sonriendo. He visto cada cosa en su sitio, como tenía que ser. Entendiste que las pequeñas cosas son las responsables de los grandes cambios.
»Y, por eso, voy a llevarte al Paraíso.»
Y una mujer llamada Almira,
que era costurera, dijo:
«Podría haberme marchado
antes de la llegada de los cruzados
y hoy estaría trabajando en Egipto.
Pero siempre he tenido miedo a cambiar.»
Y él respondió:
Tenemos miedo a cambiar porque creemos que, después de mucho esfuerzo y sacrificio, conocemos nuestro mundo.
Y aunque no sea el mejor, aunque no estemos totalmente satisfechos, al menos no habrá sorpresas. No nos equivocaremos.
Cuando sea necesario, haremos pequeños cambios para que todo siga igual.
Vemos que las montañas permanecen en el mismo lugar. Vemos que los árboles ya crecidos, cuando se trasplantan, acaban muriendo.
Y decimos: «Quiero ser como las montañas y los árboles. Sólidos y respetados.»
Incluso cuando, por la noche, nos despertemos: «Me gustaría ser como los pájaros, que pueden visitar Damasco y Bagdad y volver siempre que lo deseen.»
O también: «Quién me permitiera ser como el viento, que nadie sabe de dónde viene ni hacia dónde va y cambia de dirección sin tener que darle explicaciones a nadie.»
Pero al día siguiente recordamos que los pájaros están siempre huyendo de los cazadores y de las aves más fuertes. Y que el viento a veces queda atrapado en un remolino y todo lo que hace es destruir lo que está a su alrededor.
Es muy bueno soñar que siempre hay espacio para ir más lejos y que lo haremos algún día. Los sueños nos alegran, porque gracias a ellos sabemos que somos más capaces de lo que imaginábamos.
Soñar no implica riesgos. Lo peligroso es querer convertir los sueños en realidad.
Pero llega el día en el que el destino llama a nuestra puerta. Puede ser la llamada suave del Ángel de la Suerte o la llamada inconfundible de la Dama de la Guadaña. Ambas dicen: «Cambia ahora.» No la próxima semana, ni el próximo mes, ni el próximo año. Los ángeles dicen: «Ahora.»
Siempre escuchamos a la Dama de la Guadaña. Y lo cambiamos todo por culpa del miedo a que nos lleve con ella: cambiamos de aldea, de hábitos, de acera, de comida, de comportamiento. No podemos convencer a la Dama de la Guadaña de que nos permita continuar siendo como antes. No hay diálogo.
También escuchamos al Ángel de la Suerte, pero a él le preguntamos: «¿Adónde quieres llevarme?»
«A una nueva vida» es la respuesta.
Y recordamos: tenemos nuestros problemas, pero podemos solucionarlos, aunque pasemos cada vez más tiempo luchando contra ellos. Debemos servir de ejemplo a nuestros padres, a nuestros maestros, a nuestros hijos, y mantenernos en el camino correcto.
Nuestros vecinos esperan que seamos capaces de enseñarle a todo el mundo la virtud de la perseverancia, de la lucha contra las adversidades y de la superación de los obstáculos.
Y nos sentimos orgullosos con nuestro comportamiento. Y nos elogian porque no aceptamos cambiar, sino que seguimos el rumbo que el destino ha escogido para nosotros.
Nada más equivocado.
Porque el camino correcto es el camino de la naturaleza: en constante cambio, como las dunas del desierto.
Se equivocan los que piensan que las montañas no cambian: nacieron de terremotos, son labradas por el viento y la lluvia, y van cambiando cada día, aunque nuestros ojos no puedan verlo.
Las montañas cambian y se alegran. «Qué bien que no somos las mismas», se dicen unas a otras.
Se equivocan los que piensan que los árboles no cambian. Tienen que aceptar la desnudez del invierno y la vestimenta del verano. Y viajan más allá del terreno en el que están plantados porque los pájaros y el viento esparcen sus semillas.
Los árboles se alegran. «Yo creía que era uno y hoy descubro que soy muchos», les dicen a los hijos que empiezan a brotar a su alrededor.
La naturaleza nos dice: cambia.
Y los que no temen al Ángel de la Suerte entienden que es necesario seguir adelante, a pesar del miedo. A pesar de las dudas. A pesar de las recriminaciones. A pesar de las amenazas.
Este tipo de personas se enfrentan a sus valores y prejuicios. Escuchan los consejos de aquellos que los aman: «No hagas eso, ya tienes todo lo que necesitas: el amor de tus padres, el cariño de tu mujer y de tus hijos, el trabajo que te costó tanto conseguir. No corras el riesgo de ser un extranjero en una tierra extraña.»
Pero se arriesgan con el primer paso. A veces por curiosidad, otras veces por ambición, pero generalmente por el deseo incontrolable de aventura.
En cada curva del camino se sienten más atormentados. Mientras, se sorprenden a sí mismos: son más fuertes y más alegres.
Alegría. Ésa es una de las principales bendiciones del Todopoderoso. Si estamos alegres, nos encontramos en el camino correcto.
El miedo se aleja poco a poco porque se le ha dado la importancia que deseaba tener.
Una pregunta persiste en los primeros pasos del camino: «¿Mi decisión de cambiar habrá hecho que los demás sufran por mí?»
Pero el que ama quiere ver al amado feliz. Si en un primer momento temió por él, el orgullo de verlo haciendo lo que le gusta, yendo hacia donde soñó llegar, acaba en seguida con cualquier tipo de miedo.
Más tarde, aparece el sentimiento de desamparo.
Pero los viajeros encuentran en el camino a gente que siente lo mismo. A medida que hablan unos con otros, descubren que no están solos: se convierten en compañeros de viaje, comparten la solución que encontraron para cada obstáculo. Y todos se dan cuenta de que son más sabios y de que están más vivos de lo que imaginaban.
En los momentos en los que el sufrimiento o el arrepentimiento se instalan en sus tiendas y no les permiten dormir bien, se dicen a sí mismos: «Mañana, y sólo mañana, daré un paso más. Siempre puedo volver, porque conozco el camino. Por tanto, un paso más no significará una gran diferencia.»
Hasta que un día, sin previo aviso, el camino deja de examinar al viajero y pasa a ser generoso con él. El espíritu de éste, hasta entonces afligido, se alegra con la belleza y los desafíos del nuevo paisaje.
Y los pasos, que antes eran automáticos, pasan a ser conscientes.
En vez de mostrar la comodidad de la seguridad, enseña la alegría de los desafíos.
El viajero continúa su jornada. En vez de quejarse del aburrimiento, empieza a quejarse del cansancio. Pero en ese momento se detiene, descansa, disfruta del paisaje y sigue adelante.
En vez de pasar la vida entera destruyendo los caminos que temía seguir, empieza a amar el que está recorriendo.
Aunque el destino final sea un misterio. Aunque en un determinado momento tome una decisión equivocada. Dios, que está viendo su coraje, le dará la inspiración necesaria para corregirla.
Lo que todavía lo aflige no son los hechos, sino el temor de no saber reaccionar ante ellos. Una vez decidido a seguir su camino y sabedor de que ya no hay otra alternativa, descubre una voluntad impecable, y los hechos se amoldan a sus decisiones.
«Dificultad» es el nombre de una antigua herramienta, creada simplemente para ayudarnos a definir quiénes somos.
Las tradiciones religiosas enseñan que la fe y la transformación son la única manera de acercarnos a Dios.
La fe nos muestra que en ningún momento estamos solos.
La transformación nos hace amar el misterio.
Y, cuando todo parezca oscuro y nos sintamos desamparados, no miraremos hacia atrás, con miedo a ver las transformaciones ocurridas en nuestra alma. Miraremos hacia adelante.
No temeremos lo que pasará mañana, porque ayer tuvimos quien cuidase de nosotros.
Y esa misma presencia continuará a nuestro lado.
Esa presencia nos resguardará del sufrimiento.
O nos dará fuerza para afrontarlo con dignidad.
Llegaremos más lejos de lo que pensamos. Buscaremos el lugar donde nace la estrella de la mañana. Y nos sorprenderemos al ver que llegar hasta ella ha sido más fácil de lo que imaginamos.
La Dama de la Guadaña llega para los que no cambian y para los que cambian. Pero éstos al menos pueden decir: «Mi vida ha sido interesante, no he desaprovechado mi bendición.»
Y los que creen que la aventura es peligrosa que intenten la rutina: mata antes de tiempo.
Y alguien le pidió:
«En el momento en el que todo parece terrible,
tenemos que animar
nuestro espíritu.
Por tanto, háblanos
sobre la belleza.»