en este ciclo no hay vencedores ni perdedores: sólo etapas que hay que
superar. Cuando el corazón del ser humano comprende eso, es libre. Acepta sin
pesar los momentos difíciles y no se deja engañar por los momentos de gloria.
Ambos van a pasar. Uno sucederá al otro. Y el ciclo continuará hasta
liberarnos de la carne y hacer que nos encontremos con la Energía Divina.
Por tanto, cuando el luchador esté en la arena —ya sea por elección propia
o porque el insondable destino lo puso allí—, que su espíritu tenga alegría en
el combate que está a punto de empezar. Si mantiene la dignidad y el honor,
puede perder la batalla, pero jamás será derrotado, porque su alma estará
intacta.
Y no culpará a nadie de lo que le está sucediendo. Desde que amó por
primera vez y le rechazaron entendió que eso no mató su capacidad de amar. Lo
que vale para el amor vale también para la guerra.
Perder una batalla, o perder todo lo que pensamos poseer, nos entristece.
Pero cuando pasa ese momento, descubrimos la fuerza desconocida que existe en
cada uno de nosotros, la fuerza que nos sorprende y hace que nos respetemos más
a nosotros mismos.
Miramos a nuestro alrededor y nos decimos: «He sobrevivido.» Y nos
alegramos con nuestras palabras.
Sólo los que no reconocen esa fuerza dicen: «Me han derrotado.» Y se
entristecen.
Otros, a pesar del sufrimiento por haber perdido y humillados por las
historias que los vencedores cuentan de ellos, se permiten derramar algunas
lágrimas, pero nunca sienten pena de sí mismos. Saben que el combate sólo se ha
interrumpido y que, por el momento, están en desventaja.
Escuchan los latidos de su propio corazón. Notan que están tensos. Que
tienen miedo. Hacen balance de su vida y descubren que, pese al terror que
sienten, la fe sigue iluminando su alma y empujándolos hacia adelante.
Intentan averiguar en qué se equivocaron y en qué acertaron. Aprovechan que
han caído para descansar, curar las heridas, descubrir nuevas estrategias y
prepararse mejor.
Y llega un día en el que un nuevo combate llama a su puerta. El miedo sigue
ahí, pero tienen que actuar, o permanecerán para siempre tirados en el suelo.
Se levantan y se enfrentan al adversario, recordando el sufrimiento que
vivieron y que no quieren volver a vivir.
La derrota anterior los obliga a vencer esta vez, ya que no quieren sufrir
otra vez el mismo dolor.
Y si la victoria no llega esta vez, llegará la próxima. Y, si no la
próxima, será la siguiente. Lo peor no es caer; es quedarse tirado en el suelo.
Sólo es derrotado el que desiste. Todos los demás saldrán victoriosos.
Y llegará el día en el que los momentos difíciles serán sólo historias que
contarán, orgullosos, a aquellos que quieran escuchar. Y todos los oirán con
respeto y aprenderán tres cosas importantes:
A tener paciencia para esperar el momento justo de actuar.
Sabiduría para no dejar escapar la siguiente oportunidad.
Y orgullo de sus cicatrices.
Las cicatrices son medallas grabadas a fuego y hierro en la carne que
asustarán a sus enemigos, pues demuestran que la persona que está frente a
ellos tiene mucha experiencia en el combate. Muchas veces, eso los llevará a
buscar el diálogo y evitará el conflicto.
Las cicatrices hablan más alto que la hoja de la espada que las causó.
«Describe a los
derrotados»,
le pidió un mercader
cuando vio que el Copto
había acabado de hablar.
Y él respondió:
Los derrotados son aquellos que no fracasan.
La derrota nos hace perder una batalla o una guerra. El fracaso no nos deja
luchar.
La derrota llega cuando no conseguimos algo que deseamos mucho. El fracaso
no nos permite soñar. Su lema es: «No anheles nada y nunca sufrirás.»
La derrota termina cuando volvemos de nuevo al combate. El fracaso no tiene
un final: es una elección vital.
La derrota es para aquellos que, a pesar del miedo, viven con entusiasmo y
fe.
La derrota es para los valientes. Sólo ellos pueden tener el honor de
perder y la alegría de ganar.
No estoy aquí para decir que la derrota forma parte de la vida; eso todos
lo sabemos. Sólo los derrotados conocen el Amor. Porque es en el reino del Amor
donde libramos nuestros primeros combates. Y generalmente perdemos.
Estoy aquí para deciros que hay personas a las que nadie ha derrotado.
Son aquellas que nunca han luchado.
Consiguieron evitar las cicatrices, las humillaciones, el desamparo y los
momentos en los que los guerreros dudan de la existencia de Dios.
Esas personas pueden decir con orgullo: «Nunca he perdido una batalla.» Sin
embargo, nunca podrán decir: «He ganado una batalla.»
Pero eso no les interesa. Viven en un universo en el que creen que nadie
logrará alcanzarlas, cierran los ojos a las injusticias y al sufrimiento, se sienten
seguras porque no necesitan afrontar los desafíos diarios de los que se
arriesgan a ir más allá de sus propios límites.
Nunca han escuchado un «Adiós». Tampoco un «Ya estoy de vuelta. Abrázame
con el sabor del que me había perdido y ha vuelto a encontrarme».
Los que nunca han sido derrotados parecen alegres y superiores, dueños de
una verdad por la que no han movido ni un dedo. Están siempre al lado del más
fuerte. Son como hienas, que sólo comen los restos que el león desprecia.
Enseñan a sus hijos: «No os involucréis en conflictos, saldréis perdiendo.
Guardad vuestras dudas para vosotros mismos y nunca tendréis problemas. Si
alguien os agrede, no os sintáis ofendidos ni os rebajéis respondiendo al
ataque. Hay otras cosas de las que preocuparse en la vida.»
En el silencio de la noche, afrontan sus batallas imaginarias: los sueños
no realizados, las injusticias que fingieron no sufrir, los momentos de
cobardía que consiguieron disfrazar ante todos —menos ante sí mismos—, y el
amor que con un brillo en los ojos se cruzó en su camino, un amor que les
estaba destinado por la mano de Dios y que, sin embargo, no tuvieron el coraje
de abordar.
Y prometen: «Mañana será diferente.»
Pero el mañana llega y también la pregunta que los paraliza: «¿Y si todo sale
mal?»
Entonces no hacen nada.
¡Ay de los que nunca han sido vencidos! Tampoco serán vencedores en esta
vida.
«Háblanos sobre la
soledad»,
le pidió una joven que
estaba
a punto de casarse con el
hijo
de uno de los hombres más
ricos
de la ciudad y que ahora
se veía
obligada a huir.
Y él respondió:
Sin la soledad, el Amor no permanecerá mucho tiempo a tu lado.
Porque el Amor también necesita reposo, para poder viajar por los cielos y
manifestarse de otras formas.
Sin la soledad, ninguna planta o animal sobrevive, ninguna tierra es
productiva durante mucho tiempo, ningún niño puede aprender sobre la vida ni
ningún artista consigue crear, ningún trabajo puede crecer y transformarse.
La soledad no es la ausencia de Amor, sino su complemento.
La soledad no es la ausencia de compañía, sino el momento en el que nuestra
alma tiene la libertad de conversar con nosotros y ayudarnos a decidir sobre
nuestras vidas.
Por tanto, benditos sean aquellos que no temen la soledad. Que no se asustan
con la propia compañía, que no se desesperan en busca de algo con lo que
ocuparse y divertirse o a lo que juzgar.
Porque el que nunca está solo ya no se conoce a sí mismo.
Y el que no se conoce a sí mismo pasa a temer el vacío.
Pero el vacío no existe. Un mundo enorme se esconde en nuestra alma,
esperando a que lo descubramos. Está ahí, con su fuerza intacta, pero es tan
nuevo y tan poderoso que nos da miedo aceptar su existencia.
Porque el hecho de descubrir quiénes somos nos obligará a aceptar que podemos
ir mucho más allá de lo que estamos acostumbrados. Y eso nos asusta. Mejor no
arriesgar tanto, ya que siempre podemos decir: «No hice lo que tenía que hacer
porque no me dejaron.»
Es más cómodo. Es más seguro. Y, al mismo tiempo, es renunciar a la propia
vida.
¡Ay de aquellos que prefieren pasar la vida diciendo «Yo no tuve la
oportunidad»!
Porque cada día que pase se hundirán aún más en el pozo de sus propios
límites, y llegará un momento en el que ya no tendrán fuerzas para escapar de
él y encontrar de nuevo la luz que brilla en el hueco que está sobre sus
cabezas.
Y benditos los que dicen: «Yo no tengo coraje.»
Porque ésos entienden que la culpa no es de los demás. Y tarde o temprano
encontrarán la fe necesaria para afrontar la soledad y sus misterios.
Y, para aquellos que no se dejan asustar por la soledad que revela los
misterios, todo tendrá un sabor diferente.
En la soledad descubrirán el amor que podría pasar desapercibido. En la
soledad entenderán y respetarán el amor que partió.
En la soledad sabrán decidir si vale la pena pedirle que regrese, o si debe
permitir que ambos sigan un nuevo camino.
En la soledad aprenderán que decir «no» no siempre es una falta de
generosidad, y que decir «sí» no siempre es una virtud.
Y aquellos que estáis solos en este momento no os dejéis asustar nunca por
las palabras del demonio, que dice: «Estás perdiendo el tiempo.»
O por las palabras, aún más poderosas, del jefe de los demonios: «No le
importas a nadie.»
La Energía Divina nos escucha cuando hablamos con los demás, pero también
nos escucha cuando estamos en silencio y aceptamos la soledad como una
bendición.
Y, en ese momento, Su luz ilumina todo lo que está a nuestro alrededor y
nos hace ver lo necesarios que somos, cómo nuestra presencia en la Tierra es
decisiva para Su trabajo.
Y, cuando conseguimos esa armonía, recibimos más de lo que pedimos.
Y aquellos que se sienten oprimidos por la soledad deben recordar: en los
momentos más importantes de la vida siempre estaremos solos.
Como el bebé al salir del vientre de la mujer: no importa cuántas personas
estén a su alrededor, es suya la decisión final de vivir.
Como el artista ante su obra: para que su trabajo sea realmente bueno,
tiene que estar callado y escuchar sólo la lengua de los ángeles.
Igual que nos encontraremos un día ante la muerte, la Dama de la Guadaña:
estaremos solos en el más importante y temido momento de nuestra existencia.
Así como el Amor es la condición divina, la soledad es la condición humana.
Y ambos conviven sin conflictos para aquellos que entienden el milagro de la
vida.
Y un muchacho al que
obligaban
a partir se rasgó las
vestiduras y dijo:
«Mi ciudad cree que no
sirvo para el
combate. Soy inútil.»