Once minutos

aprendió que ciertas cosas se pierden para siempre. Aprendió también que había un lugar llamado «le­jos», 


cuando conocemos a alguien y nos enamoramos, tenemos la impresión de que todo el universo está de acuerdo; hoy sucedió en la puesta de sol. ¡Sin embar­go, aunque algo salga mal, no sobra nada! Ni las gar­zas, ni la música a lo lejos, ni el sabor de sus labios. ¿Cómo puede desaparecer tan de prisa la belleza que allí había hace unos pocos minutos?

La vida es muy rápida; hace que la gente pase del cielo al infierno en cuestión de segundos.

Todo me dice que estoy a punto de tomar una deci­sión equivocada, pero los errores son una manera de reaccionar. ¿Qué es lo que el mundo quiere de mí? ¿Que no corra riesgos? ¿Que vuelva al lugar del que vengo, sin valor para decirle «sí» a la vida?
Ya reaccioné equivocadamente cuando tenía once años y un niño me pidió un lápiz prestado; desde en­tonces, entendí que a veces no hay una segunda opor­tunidad, que es mejor aceptar los regalos que el mundo nos ofrece. Claro que es arriesgado, pero ¿será el riesgo mayor que un accidente del autobús que tardó cuaren­ta y ocho horas en traerme hasta aquí? Si tengo que ser fiel a alguien o a algo, en primer lugar tengo que ser fiel a mí misma. Si busco el amor verdadero, antes tengo que cansarme de los amores mediocres que encuentre. La poca experiencia de vida que tengo me ha enseñado que nadie es dueño de nada, todo es una ilusión, y eso incluye tanto los bienes materiales como los bienes es­pirituales. Aquel que ya perdió algo que daba por hecho (algo que ya me ocurrió tantas veces) al final aprende que nada le pertenece.
Y si nada me pertenece, tampoco tengo que perder mi tiempo cuidando cosas que no son mías; mejor vivir como si hoy fuese el primer (o el último) día de mi vida.

Aun siendo capaz de escribir cosas que juzgaba muy sabias, no lograba seguir sus propios consejos; los momentos de depresión fueron cada vez más frecuentes, y el teléfono seguía sin sonar.

María pensó en el niño que le había pedido un lápiz, en el chico al que había besado con la boca cerrada, en la alegría de co­nocer Río de Janeiro, en los hombres que la habían usado sin dar nada a cambio, en las pasiones y en los amores perdidos a lo largo de todo su camino. Su vida, a pesar de la aparente libertad, era un sinfín de horas esperando el milagro, un amor verdadero, una aventura con el mismo final romántico que siempre había visto en las películas y había leído en los libros. Un autor había escrito que el tiempo no transforma al hombre, que la sabiduría no transfor­ma al hombre; lo único que puede hacer que alguien cambie de idea es el amor. ¡Qué locura! El que lo escribió sólo conocía una cara de la moneda.
Realmente, el amor era la primera de las cosas capaces de cambiar totalmente la vida de una persona, de un momento a otro. Pero existía la otra cara de la moneda, la segunda cosa que hacía al ser humano tomar una dirección totalmente distinta de la que había planeado: se llamaba desesperación.

Una vez más estaba allí con un chico, que esta vez no le pedía un lápiz, sino un poco de compañía. Miró a su pa­sado y, por primera vez, se perdonó a sí misma: no había sido cul­pa suya, sino del niño inseguro, que había desistido a la primera tentativa. Eran pequeños, y los pequeños se comportan así, ni ella ni el niño estaban equivocados, y eso supuso un gran alivio, se sin­tió mejor, no había desperdiciado su primera oportunidad en la vida. Todos lo hacen, es parte de la iniciación del ser humano en busca de su otra parte, las cosas son así.

Hoy, mientras andábamos alrededor del lago, por este extraño Camino de Santiago, el hombre que estaba conmigo, un pintor, una vida diferente de la mía, tiró una piedrecilla al agua. En el lugar en el que cayó la piedra aparecieron pequeños círculos que se fueron ampliando, ampliando, hasta alcanzar a un pato que pasaba 

casualmente por allí y que nada tenía que ver con la piedra. Era vez de asustarse con la onda inesperada, decidió jugar con ella.
Algunas horas antes de esta escena, yo entré en un café, oí una voz y fue, como si Dios hubiese tirado una piedrecilla en aquel lugar. Las ondas de energía me tocaron a mí y a un hombre que estaba en una esquina, pintando un cuadro. Él sintió la vibración de la piedra, Yo también. ¿Y ahora?
El pintor sabe cuándo encuentra a una modelo. El músico sabe cuándo su instrumento está afinado. Aquí, en mi diario, soy consciente de que ciertas frases no son escritas por mí, sino por una mujer llena de «luz» que soy y rechazo aceptar.
Puedo seguir así. Pero también puedo, congo el patito del lago, divertirme y alegrarme con la ola que llegó de repente y alteró el agua.
Existe un nombre para esa piedra: pasión. Describe la belleza de un encuentro fulminante entre dos personas, pero no se limita a eso; está en la excitación de lo inesperado, en el deseo de hacer algo con fervor, en la certeza de que se va a conseguir realizar un sueño.
La pasión nos da señales que nos guían la vida, y me toca a mí descifrar esas señales.
Me gustaría creer que estoy enamorada. De alguien a quien no conozco y que no entraba en mis planes. Todos estos meses de autocontrol, de rechazar el amor; han dado como resultado exactamente lo opuesto: dejarme llevar por la primera persona que me prestó una atención diferente.
Menos mal que no tengo su teléfono, que no sé dónde vive, que puedo perderlo sin culparme a mí misma de haber perdido una oportunidad.

Y si fuera ése el caso, aunque ya lo haya perdido, yo he obtenido un día feliz en mi vida. Considerando el mundo tal y como es, un día feliz es casi un milagro.